
Cuando todo es urgente nada perdura - Imagen por: Gustavo Adrián Salvini
Vivimos inmersos en la cultura de lo urgente. Iteración tras iteración, tarea tras tarea, reunión tras reunión. Se nos exige velocidad, eficiencia y resultados. Pero pocas veces se nos invita a hacer una pausa y preguntarnos: ¿para qué hacemos lo que hacemos?
Soy desarrollador de software y como muchos colegas, invertí años en aprender, en conectar disciplinas, en resolver problemas complejos. Me formé para pensar, para abstraer, para encontrar caminos donde antes sólo había obstáculos. Y sin embargo, en el ritmo actual del mercado, muchas veces siento que todo ese conocimiento se reduce a cumplir con una lista de tareas.
La paradoja del software: todo lo que construimos, desaparece
A diferencia de una construcción física, el software no deja estructuras tangibles como una catedral, un acueducto, un puente o un edificio cuyos cimientos perduren en el tiempo y sigan hablando por sí mismos. En el mediano plazo, nuestras aplicaciones quedan obsoletas, nuestros sistemas se migran o se apagan. Aquello en lo que trabajamos con tanto esfuerzo, muchas veces se desvanece como polvo digital.
Se espera que trabajemos como si lo único importante fuera el próximo entregable, no el impacto que nuestras decisiones pueden generar en las personas, las organizaciones o incluso en la sociedad.
¿Qué pasa cuando al ingeniero, al solucionador o al innovador se lo reduce a mero ejecutor?
El desarrollo de software no es solo una actividad técnica. Es un acto de resolución creativa de problemas complejos. Requiere visión global, capacidad de análisis, pensamiento ordenado y una actitud abierta al cambio. Y, cuando se da el contexto adecuado, también es una forma de innovación al servicio de la humanidad.
Pero en muchas organizaciones el rol del desarrollador se ha transformado en el de un engranaje: alguien que implementa sin opinar, que ejecuta sin preguntar, que responde tickets sin comprender el todo.
Y así se desaprovecha un talento que podría estar diseñando soluciones profundas, anticipando problemas estructurales, generando eficiencias reales o abriendo nuevos caminos. En lugar de potenciar su capacidad para aportar valor genuino, se lo encierra en una lógica de producción que lo obliga a sobrevivir, a adaptarse, a ser funcional, pero nunca a brillar.
El conocimiento productivizado
El desarrollador de software (como otros profesionales del conocimiento) ha sido atrapado por un modelo que transforma el saber en líneas de producción en serie. Se espera que resuelva rápido, que use las herramientas impuestas (porque todos lo hacen, o por algún capricho), que se mantenga al día con frameworks cambiantes, pero sin cuestionar su sentido ni su impacto.
Así, alguien formado para explorar, pensar, transformar, termina muchas veces haciendo malabares con fechas de entrega, sin espacio real para la invención ni la profundidad.
La figura del innovador queda eclipsada por la del task resolver.
Y lo más grave: el sentido se diluye.
Reencontrar el propósito
Necesitamos otra narrativa. Una donde el desarrollador no sea solo quien ejecuta lo que otros deciden, sino quien propone caminos, desafía premisas, mejora procesos y construye con intención.
Una narrativa donde el desarrollador vuelva a ser visto como alguien que crea valor, que mejora la vida de las personas, que deja un legado incluso en lo intangible, pero cuyo aporte es también esencial en lo tangible: porque sin software, hoy en día, no existirían los sistemas de control que operan puentes, represas, hospitales, satélites o redes de energía. El software, aunque invisible, es una parte constitutiva y necesaria del mundo material.
El verdadero sentido de nuestro trabajo no está en las líneas de código que cambian o se borran para el próximo refactoring. Está en las decisiones bien pensadas, en los problemas bien resueltos, en lo que esto aporta a la cultura laboral y a la cultura de las cosas bien hechas.
El trabajo intelectual como acto humano
No somos operarios del software, no somos pequeños engranajes movidos por otros engranajes más grandes. Somos profesionales cuya tarea surge, casi siempre, de una vocación profunda: la de resolver problemas, la de aportar claridad, orden y mejora a los sistemas que componen el mundo.
Ese impulso inicial y genuino, está vinculado al deseo de hacer las cosas bien, de contribuir a un entorno donde la calidad y el impacto positivo prevalezcan. Pero la cultura de lo urgente, con su presión constante por producir sin pausa, termina erosionando ese propósito. En el mediano y largo plazo, esta lógica no solo desgasta a quienes trabajan con conocimiento, sino que también desmantela la transmisión del saber, la calidad de los procesos y la posibilidad de dejar un legado.
No se trata de idealizar la programación ni de mitificar nuestra labor técnica. Se trata de reivindicar que lo que hacemos tiene un valor profundo: porque cuando se trabaja con propósito, se mejora no solo un producto, sino también la cultura de creación con calidad y responsabilidad.
Y en un mundo lleno de ruido y urgencias, tal vez la forma más poderosa de resistencia y transformación que nos queda sea trabajar con sentido.
El talento técnico no es solo velocidad. Es criterio, es perspectiva, es visión.
Quizás el software no deje estructuras de piedra, pero sí puede dejar transformaciones profundas.